El lobo-hombre
Boris Vian fue un genio y como todos los de su clase no era normal. Fue músico, ingeniero, cantante, inventor, gente de teatro, cineasta, novelista y cuentista y en todo destacó. Fue el ruidoso creador de su propia leyenda. Pareciera, sobre todo desde México, que no tuvo mucho éxito y que ha sido olvidado. Nada más distante de la verdad, Vian, 1920-1959, vivió intensamente y caló a los franceses tanto o más que los que aún conservamos en los estantes de la memoria.
Vian frecuentó a los grupos existencialistas cuyas ideas y acciones conmovieron al mundo de la Guerra FrÃa. SolÃa ir a los clubes nocturnos a tocar jazz. No hubo sitio en ParÃs donde no dejara profunda huella. Sus libros como El arrancacorazones, Que se mueran los feos, La hierba roja y El otoño en PekÃn, fueron éxitos que siguen impresionando a los lectores por la fuerza del autor, su vigor temático y su novedoso estilo.
El relato que presentamos a manera de pequeño homenaje al enorme intelectual parisino, es parte del libro El lobo-hombre. Queremos que nuestros lectores tengan una idea de su valor literario y de por qué sigue vivo en las letras.
El Búho
El lobo-hombre
Boris Vian
En el Bois des Fausses_Reposes*, al pie de la costa de PicardÃa, vivÃa un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistÃa en contemplar cómo se ponÃan a todo gas los coches procedentes de Ville-d’Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estÃo, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencerÃa. Consideraba con filosofÃa el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurrÃa que una vÃctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producÃa náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecÃa la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.
Denis vivÃa en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas» (cito a Louis Boussenard)**, habÃa decidido acabar sus dÃas en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como manÃacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada dÃa. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habrÃa de poner algún dÃa. Cuatro bielas de aleación ligera sostenÃan la cubierta del maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo AmÃlcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos neumáticos constituÃan marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.
Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubÃes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituÃa el término ordinario de su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam,*** cuyo verdadero nombre se escribÃa Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debÃa agradecer tan tardÃo encuentro.
Por desgracia para este último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por los alrededores, la consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace poco, acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropÃa o, mejor dicho, de antropolicandrÃa, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen. Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette, por cuya culpa conservaba un exceso de energÃa que pedÃa a gritos ser descargada de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia, mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por turbulentas pesadillas.
No obstante, poco a poco fue olvidando el incidente, y los dÃas volvieron a pasar tan idénticos como diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de septiembre, que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se atracaba de nÃscalos y de setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huÃa como de la peste de la indigesta lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y en la agonÃa de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentÃa menguar paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodÃa le sorprendÃa cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el trapo con el que debÃa haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacÃa cada vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.
Tiritando de fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frÃo, en mitad de la noche de luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenÃa instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le habÃa asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie le hacÃa frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel frÃo sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera negra habÃa desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya impericia amatoria solÃa con tanta frecuencia burlarse.
Resultaba forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo de rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria, admirado todavÃa de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendÃa, empezó a sentirse mejor, y los dientes cesaron de castañearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su perdida apariencia.
Hizo empero, un violento esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el fenómeno. Sus lecturas le habÃan enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago del Siam debÃa ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la alimaña, acababa de convertirse, recÃprocamente, en ser humano.
Ante la idea de que debÃa disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habrÃa de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban dÃa y noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, serÃa preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no mentÃan, la transformación habrÃa de ser de duración limitada. Y en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad...? Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de la metamorfosis, seguÃa siendo tan puntiaguda como siempre.
Volvió al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como habÃa temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguÃa siendo de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, tal vez una pizca sospechosa por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus blancos dientes, harÃa un papel aceptable entre los que conocÃa. Asà que, después de todo, lo mejor serÃa sacar partido de lo inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de necesidad, atemperarÃan la rojiza brillantez de sus cristalinos. Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecÃa singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. HabÃa decidido ir en dirección a ParÃs aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sÃ, en cambio, cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.
Su elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Opera. El tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenÃa dentro de los lÃmites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.
La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabÃa bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el Ãntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultarÃa demasiado fácil encontrar una vÃctima y, por otro lado, querÃa evitar dejarse influenciar en demasÃa por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le serÃa imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbÃa en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejarÃa de serle útil a la hora de regresar a su guarida.
A mediodÃa estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecÃan privar a la gente de la capacidad de hacerle el más mÃnimo reproche. Con el corazón exultante de alegrÃa, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavÃa y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temÃa que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.
Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel dÃa, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temÃa, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.
—Lo siento mucho, señor —dijo aquel hombre lampiño y cabezón—, ¿pero podrÃa hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?
Denis echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.
—Encantado —dijo incorporándose a medias.
—Gracias, caballero —gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.
—Si usted me lo agradece a mà —prosiguió Denis— ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.
—A la clásica providencia, sin duda —opinó la monada.
Y a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.
—¡Oh!—exclamó ella—. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!
—Si... —confirmó Denis.
—Sus ojos son también bastante extraños —añadió la joven al cabo de cinco minutos—. Los veo parecidos a... a...
—¡Ah! —comentó Denis.
—A granates —concluyó ella.
—Es la guerra... —musitó Denis.
—No le entiendo...
—QuerÃa decir —explicó Denis—, que esperaba que le recordasen a rubÃes. Pero al oÃr que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.
—¡Estudió usted Ciencias PolÃticas? —preguntó la morenita.
—Le juro que no volveré a hacerlo.
—Le encuentro bastante fascinante —aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo habÃa dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.
—De buena gana le devolverÃa el piropo, pero pasándolo al género femenino —expresóse Denis, madrigalesco.
Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allÃ, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.
—¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? —acabó susurrando al oÃdo de Denis.
—¿SerÃa prudente? —inquirió éste—. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo verÃan con inquietud?
—Digamos que soy un poco huérfana —gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su ahusado Ãndice.
—Una verdadera lástima —comentó cortésmente su distinguido acompañante.
Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecÃa llamativamente distraÃdo. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacÃa diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se habÃa alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.
Por lo que tenÃa de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.
Apenas si comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo interior de su americana.
—¿Desea una foto mÃa? —dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.
Se sintió halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenÃa, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.
—Esto... eh... sÃ, querido mÃo —acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si le estaba o no tomando el pelo.
Denis volvió a fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.
—¡Asà que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac! —explotó finalmente—. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!
Se disponÃa ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.
—¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en el acto! —sugirió Denis.
Y para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le habÃa pasado por la mente. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.
Aterrorizada, la damisela se vistió sin decir ni pÃo, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reÃr. Se sentÃa asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.
—Debe ser el sabor de la venganza —aventuró en voz alta.
Volvió a poner donde correspondÃa cada uno de sus avÃos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. HabÃa caÃdo la noche, el bulevar resplandecÃa de manera maravillosa.
No habÃa caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.
—¿Podemos hablar con usted? —dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.
—¿De qué? —se asombró Denis.
—No te hagas el tonto —profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.
—Entremos ahÃ... —propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.
Lleno de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecÃa interesante.
—¿Saben jugar al bridge? —preguntó a sus acompañantes.
—Pronto vas a necesitar uno**** —sentenció el grueso coloradote sombrÃamente. ParecÃa irritado.
—Querido amigo —dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento—, acaba usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.
Denis comenzó a reÃr a mandÃbula batiente.
—¡Le hace gracia al muy rufián! —observó el colorado—. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.
—Da la casualidad —prosiguió el flaco— de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.
Denis comprendió de repente.
—Ahora entiendo —dijo—. Ustedes son sus chulos.
Los tres se levantaron como movidos por un resorte.
—¡No nos busques las vueltas! —amenazó el más grueso.
Denis los contemplaba.
—Noto que voy a encolerizarme —dijo finalmente con mucha calma—. Será la primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.
Los tres individuos parecÃan desorientados.
—¡Arreglado vas si piensas que nos asustas, gilipollas!
—Tronó el grueso.
Al tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó. La cosa debió doler.
Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.
—Te vamos a escabechar —dijo el aceitunado.
El bar se habÃa quedado vacÃo. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.
Siguió una breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendÃa al Ãndigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El corazón le latÃa con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un reloj de pared. Las once.
«¡Por mis barbas», pensó, «es hora de marcharse!»
Se puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. SentÃa el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó.
Pagó la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.
Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.
—¿O sea que va usted sin luces? —preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.
—¿Cómo? —se extrañó Denis—. ¿Y por qué no? Veo de sobra.
—No se llevan para ver —explicó el agente— sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente? Entonces, ¿qué?
—¡Ah! —exclamó Denis—. SÃ; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?
—¿Se está burlando de m� —indagó el alguacil.
—Escuche —se puso serio Denis—. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reÃrme de nadie.
—¿Quiere usted que le ponga una multa? —dijo el infecto municipal.
—Es usted pelmazo de más —replicó el lobo ciclista.
—¡De acuerdo! —sentenció el innoble bellaco—. Pues ahà va...
Y sacando la libreta y un bolÃgrafo, bajó la nariz un instante.
—¿Su nombre, por favor? —preguntó volviendo a levantarla.
Después, sopló con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.
En el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout —fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Ville-d’Avray. Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitación a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.
Desde la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecÃan irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguÃa sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecánico, por entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.
Felizmente para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policÃa, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caÃda bicicleta. El motorista perdió un testÃculo en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.
Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesà que lo habÃa asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y tranquilo de ordinario, habÃa visto evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se habÃan manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine —uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana—, le parecÃa a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa transformación habrÃa de limitarse a los dÃas de plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.
(1947)
*Fausses_Reposes: Falsos-Sosiegos. (N. del T.)
** Escritor, viajero y novelista francés (1847-1910).(N. del T.)
*** No se trata del paÃs asiático sino de determinada modalidad del juego de bolos. (N. del T.)
****Juego de palabras. En inglés, bridge, además del juego de cartas, significa «puente». (N. del T.)
Tomado del libro Boris Vian. Biblioteca. El lobo-hombre. Tusquets Editores. México D. F. 2009.194 pp.