La travesÃa
Narda extiende las piernas y se apoya suavemente sobre el respaldo de su asiento. Se encuentra sola en el vagón. Algunos subieron con ella en ParÃs pero aunque atiborraron el compartimento, fueron desapareciendo uno a uno apeándose con prisa en diversos pueblos. El tren no es directo y pronto respiró aliviada al quedar con ella solo el aroma denso de sus cuerpos. Su destino es la vieja ciudad de Amsterdam, pero estando ya en la taquilla advirtió que su única opción era esta ruta y ya era tarde, sin dudarlo abordó. El beneficio de los viajes largos es poder pensar. Lanza la mirada a lo lejos mientras el sol se pone detrás del paisaje. Entrecierra los ojos. Últimamente pensar la atemoriza un poco, la han asaltado unas imágenes grotescas, casi reales, tan nÃtidas que a veces ha dudado que estén solo en su mente. Como la niña que deambulaba por una calle desierta bajo la luna, con la ropa desgarrada y bañada en llanto, o el jorobado que tiritaba de frÃo bajo un puente helado y sin que nadie lo ayudara exhaló su último suspiro. Son horribles. Ha tenido que sacudir la cabeza con fuerza y apretar los ojos para que se alejen. Pero han empeorado. No hace mucho, terminando un paseo en Delft ya por la noche, advirtió algo balancearse con el rabillo del ojo y al volver el rostro, a su lado se mecÃa una hilera de cuerpos colgantes a lo largo del muro de la Plaza Principal. Después una mujer sucumbió ante sus ojos sometida por un hombre encapuchado que se esfumó en la neblina, dejando solo la escena que palpitaba bajo la luz opaca del farol. Es agotamiento pensó y decidió darse unas vacaciones; entretenerse trotando por calles empedradas, recorrer el Sena en bote y rezar un poco en Notre Dame. Sólo al subir, en la plataforma, ya de regreso, un sentimiento extraño asaltó su corazón. Un hombre se adelantó para ganarle el paso. Pudo observarlo de espaldas. ParecÃa siniestro. Sin embargo, como en una contracción, se hizo a un lado para dejarla pasar. Advirtió su rostro desencajado y pálido. El abrigo raÃdo. Una mano huesuda le ayudó solÃcita tomándola del codo. Ella aceptó con desagrado, para después casi correr por el pasillo hasta encontrar su lugar, conteniendo el aliento y volteando hacia atrás de vez en vez para cerciorarse de que el espectro no estuviera cerca. Otros se sentaron junto a ella, pero no él. Se sintió tranquila. Por lo demás se entretuvo releyendo un libro, mirando por la ventana y esperando el momento de un baño reparador al final del viaje, sumergida en una tina de espumosa y fragante agua caliente. Puso su mente en blanco. De pronto advirtió que ya estaban cruzando los campos holandeses. Era de noche. Los caserÃos parecÃan cubiertos por un fantasmagórico velo. Casi llegamos pensó. Súbitamente apretó los labios. Su rostro se contrajo. Un hombre alto y delgado, de cara angulosa y pálida, se desplazaba o se arrastraba, lenta, parsimoniosamente a lo largo del tren. Narda se agitó. Ya están volviendo pensó. Debo relajarme. Pronto estaré en casa. El hombre avanza, un vagón y otro y otro más. Narda intenta dormir. La silueta negra cierra tras de sà la última compuerta. Narda no abre los ojos y recarga la cabeza en la ventana. Un abrigo raÃdo se repega a la puerta. Narda lanza un suspiro. El desencajado espectro se introduce con sigilo al compartimento estrecho. Los asientos vacÃos, el ulular del tren, la ventana enmarcando el sembradÃo de tulipanes negros. Una luz exterior ilumina el cuello de Narda, al mismo tiempo que de una mano temblorosa brota el destello fugaz de una navaja.