Las transformaciones de Franz Kafka
Samsa, el famoso Gregorio, el transformista inmortalizado en Praga, murió en 1910 poco después de cumplir noventa años, sin saber que Franz Kafka lo habÃa convertido en un bicho incierto e inútil; un adefesio que acarreaba desgracias a una familia empeñada en expulsarlo del hogar por ser incapaz de contribuir a la manutención colectiva como dios manda. Gregorio Samsa fue un tipo tan común que al morir ni siquiera fue relacionado con el protagonista de La Metamorfosis, el famoso libro aparecido en 1915.
Samsa soñó en 1829 ser un escritor de Praga. Un hombre flaco, pobre y enfermizo. Un habitante de los laberintos que construÃa al toparse con cualquier dificultad. El niño se descubrÃa cada noche inmerso en la existencia de Franz Kafka, un solitario que de tanto padecer el desprecio paterno escribÃa historias de mundos y seres tan absurdos como él; un burócrata de medio pelo y amores menos intensos de lo indicado por sus anhelos románticos; apenas una sombra de empleo mediocre que poco pudo hacer para demostrar a los demás que era un buen escritor. El sueño de Gregorio Samsa se repitió todas las noches durante un año. En ese tiempo vivió condensada una vida miserable. Las pesadillas se interrumpieron al celebrar su décimo aniversario. Las experiencias nocturnas lo habÃan transformado. El semblante jovial lucÃa arrugas prematuras y de su boca brotaban palabras de inusual resentimiento. Las secuelas desaparecieron pronto en el ir y venir de los juegos infantiles, la juventud y las sorpresas deparadas por la vida en la ciudad dorada, entonces perteneciente al Imperio Austro Húngaro, repleto de culturas dispares siempre en el lÃmite de revoluciones y cambios territoriales. Ahà Samsa sobrevivió dedicado al tráfico de armas, pronto supo que no serÃa millonario, pues le sobraban los escrúpulos que suelen faltar a los comerciantes triunfadores, pero le bastaba sentirse honorable y encabezar una familia donde se sabÃa feliz. En 1879 se hizo cliente de una tienda de ropa perteneciente a Hermann Kafka, con quien intercambió conversaciones durante un par de años antes de saber el apellido del dueño. Al descubrirlo, recordó la pesadilla infantil, apenado se fue en silencio y sin realizar compra alguna, pero a los pocos dÃas, incapaz de contenerse, preguntó al propietario si conocÃa a Franz Kafka.
Hermann replicó sorprendido:
—Nunca supe de alguien llamado asÃ. ¿De dónde lo recuerda?
—RÃase de mÃ, pero lo descubrà en un sueño, una pesadilla repetida durante casi un año. Yo soñaba ser Franz Kafka. Un hombre triste como ninguno. Un ser harto de una familia burguesa que deseaba moldearlo de una manera que él rechazaba.
—¿Un desagradecido? —cuestionó Kafka.
—No creo que sea la mejor palabra. Mi personaje era distinto a los demás. SolÃa repetir que nuestra sociedad es una cárcel de condenados a seguir designios absurdos. MaldecÃa los trámites burocráticos. Encontraba imposible tramitar un pasaporte, un salvoconducto, un tÃtulo de propiedad o registrar un negocio ante el gobierno. Su disgusto era mayor al referir la pérdida de tiempo ocasionada por requisitos imposibles de cumplir —recalcó Samsa.
—¿Un antisocial? ¿Un anárquico? Qué poco hombre debió ser el de su sueño. Cuando yo tenga hijos con mi amada Julie; Julie Löwy. Espero que algún dÃa pueda presentársela… perdón por el desvarÃo. Cuando yo tenga hijos espero que puedan asumir una existencia disciplinada. Espero que mis hijos sean fieles a su religión y al paÃs o imperio donde radiquen. Los espero formales, dignos y valientes. ¿Cómo era el Franz de su historia?
—Distinto al suyo. Era un solitario con rasgos antisociales a pesar de tener un respetable nivel de vida y la posibilidad de ser un hombre de provecho. CreÃa que nuestra sociedad se empeñaba en lastimarnos y que los gobiernos sólo desean nuestra ignorancia.
—Algo hay de cierto, algo hay. No es simple ir por este mundo, pero debemos hacerlo de la manera correcta. Es intrigante el tipo que describe. No me gustarÃa tener un hijo tan conflictivo. ¿Y qué me dice de su aspecto?
—El Franz Kafka de mis sueños era un hombre seco, pálido, infeliz. Aspiraba a obtener reconocimiento como escritor, pero iba a morir sin reconocimiento público. SolÃa creerse perdido en los trámites diseñados por la autoridad, cualquier autoridad, para extraviarnos en expedientes, registros y requisitos hasta reiterar nuestra particular insignificancia. Era un mundo de situaciones absurdas definidas con lógica sombrÃa. Lo peor de todo es que ese infierno es creÃble. Ya ve cómo nos trata la burocracia gubernamental —recalcó Samsa.
—Yo no veo asà la estructura del gobierno. Es orden. Simple orden. Lo que me dice sólo representa una desgracia y refleja a un desgraciado. Dios me libre de tener un hijo tan insignificante —exclamó el vendedor de ropa.
—Disculpe haberle contado mis sueños, pero me sorprendió su apellido. Nunca conocà a nadie que lo llevara. Perdón por haberle robado tanto tiempo con mi charla. Me llevo un par de camisas blancas. Por favor dÃgame cuánto le debo. Ya es tarde.
Hermann Kafka agradeció la confianza expresada en la breve conversación. El comprador prometió volver e iniciar una amistad. Lo dijo a sabiendas de que procurarÃa distanciarse en el futuro de la calle Hoffman donde se encontraba el establecimiento. Hablar del sueño le habÃa provocado un molesto dolor en las sienes. Se dijo que serÃa mejor olvidar para siempre a los Kafka y de inmediato sintió que la boca dejaba de saberle a sombras.
En 1883 nació el primer hijo de Hermann Kafka, quien no habÃa podido olvidar lo contado por Gregorio Samsa. Al vendedor de ropa le aterraba tener un descendiente parecido al personaje descrito con tan extraños rasgos. Esperaba un hijo feliz, fuerte, apegado a las buenas costumbres y digno propagador de su sangre. Llevado por un impulso decidió llamarlo Franz, sólo para demostrarse a sà mismo que era capaz de engendrar hijos normales. Cuando Julie reclamó que no se llamara Jakob como el abuelo. Hermann respondió que era un homenaje al emperador de turno. Julie no quiso discutir y el primogénito fue inscrito en los registros sociales con un nombre que no le correspondÃa.
A los pocos años Hermann descubrió con espanto los rasgos fÃsicos anticipados por Gregorio Samsa. Con devoción quiso prevenir los defectos de su hijo. Una y otra vez le dijo al niño flaco y de color plomizo el futuro terrible que le aguardaba de no seguir los consejos paternales. Un dÃa Franz se atrevió a preguntarle por qué afirmaba tantas desgracias con seguridad de profeta. El padre mencionó por primera vez a Gregorio Samsa. A partir de entonces Franz pudo atestiguar que los vaticinios correspondÃan con su forma de percibir el mundo. Pasaba las noches insomne. Siempre agobiado por las exigencias familiares que lo llevaron a la escuela de leyes y a un trabajo inserto en la detestable burocracia. El exterior era un edificio dentro de otros edificios donde los hombres padecÃan indignidades absurdas en habitaciones lúgubres y eternas.
Franz Kafka escribió la historia de un padre destinado a empequeñecer los méritos del hijo y narró mundos tediosos hasta que una tarde sombrÃa de 1914, harto de no encontrar reconocimiento, esperanza, futuro viable o a Samsa en las calles de Praga; repitió para sà mismo que aquel visitante de su padre era el culpable de la incertidumbre y los sobresaltos en que transcurrÃa su existencia. De no haber sido por aquella visita no habrÃa recibido tantas presiones paternas para procurar una vida normal. Maldijo a Gregorio Samsa y estuvo a punto de arrojarse por la ventana de la buhardilla del tercer piso donde solÃa escribir, sin saber por qué detuvo el impulso y fue hasta su mesita de trabajo. Pensó ahogarse en las aguas frÃas del rÃo Moldava distante apenas unas cuantas calles, pero pudo tranquilizarse tras unos minutos de cólera. Sólo entonces, virulento, sin pausa, contó la transformación de un hombre común en un monstruo condenado a la malquerencia familiar.
Lo peor de todo fue colocar el punto final y descubrirse aún insatisfecho.