El Calafate, glaciar Perito Moreno
El recorrido estaba siendo fructÃfero en cuanto a imágenes. Nos detuvimos cada vez más seguido, es indescifrable la mirada de un artista y por qué decide hacer una toma y no otra. Enfrentábamos a cada momento cosas interesantes. Un mismo objeto cambiaba en segundos su apariencia según le llegaba la luz: pequeñas montañas, colinas, planicies, rocas, etc. Encontramos guanacos, cóndores, ñus, armadillos, conejos, zorros. Los tres primeros se incorporaron a mi existencia, antes no los habÃa visto.
Como la jornada se alargaba, acordamos detenernos en Tres Lagos a pasar la noche. Oscureciendo nos salimos de la carretera principal para buscar alojamiento. Pero aquel punto en el mapa que parecÃa una población importante, resultó un poblado insignificante, donde nadie nos supo dar razón de donde podÃamos encontrar alojamiento. Volvimos ya completamente de noche a la carretera principal hacia El Calafate, y llegamos allà a las 23:30. Catorce horas después de la salida de Perito Moreno.
Siempre es importante la elección del hotel aunque a esa hora era tarde para hacerlo, el primero al que nos asomamos para preguntar precio y verlo por dentro, no nos gustó, La persona que nos atendió fue un tanto áspera y con malos modos, como si hubiéramos llegado a importunarlo. El precio, estaba bastante arriba de la media, y el hotel lucÃa descuidado. Una cuadra adelante, en una calle lateral, cien metros hacia dentro vimos otro muy iluminado. Fuimos. Un jovencito a quien me costaba escucharlo y más entenderle porque arrastraba tanto las palabras que parecÃa una salmodia como se expresaba. El hotel resultó bastante más barato que el anterior, recién hecho, todavÃa olÃa a nuevo. Le pedà me mostrara la habitación, era grande, daba a la calle y superior a todas las que habÃamos tenido antes. El baño brillaba de limpio.
--Hay agua caliente.
Le pregunté pensando darme un baño antes de dormir.
--Siempre hay agua caliente.
Me respondió mirando el suelo. Era tÃmido, pero firme para hacer el trato.
Más tarde cenamos hamburguesas en un bar cercano concurrido por jóvenes que tomaban su cerveza mientras miraban un documental que repetÃa una y otra vez los desprendimientos de hielo en el glaciar Perito Moreno.
El golpe luminoso del sol colándose por las rendijas que permitÃan las cortinas me despertó a tiempo para hacer el desayuno (incluido en el precio del cuarto): un vasito de jugo de naranja sintético, dos rodajas de pan francés horneadas (descubrirÃamos más tarde un costal de ellas, de antigüedad indescifrable, en la cocina, de donde las tomaban para servirlas), dos medias rodajas de jamón, igual cantidad de queso, un cuadro de mantequilla, y otro de mermelada. El café estaba en un depósito donde uno se servÃa. Ese desayuno es la costumbre en los hoteles de Argentina y Chile donde nos hospedamos.
En el hotel habÃa que pagar en efectivo y después de la primera noche nos quedamos sin él. Después del raquÃtico desayuno, planeamos las actividades del dÃa de la manera siguiente:
--Ir a una casa de cambio, o a un banco a cambiar dólares por pesos argentinos.
--Llevar la ropa a lavar, y que la secaran el mismo dÃa.
--Ir al supermercado a comprar vÃveres.
--Buscar un lugar barato donde comer a medio dÃa.
--En el atardecer ir a los alrededores, a hacer tomas
El Calafate es una ciudad pequeña, con una calle principal de dos vÃas en donde se encuentra el comercio del lugar, bares, cafés y restaurantes. Es agradable, y se siente uno relajado. Estaba infestada de turistas y hacÃa un clima delicioso. Después de ir al súper, y de ver los precios de los restaurantes, decidimos comer de lo que habÃamos comprado en una banca del camellón de la avenida.
Por la tarde fuimos por la ropa y de allà a un faro que encontramos en las afueras. Cuando Theresita me pidió que me detuviera, yo no veÃa nada interesante, pero la mirada de un artista es distinta a la de un escritor: En un instante algo puede cruzarse a su mirada, produce el arrobamiento y ven el objeto, mientras que éste permanece invisible a alguien que no tiene esa sensibilidad.
Dormà un poco, cuando volvió tocó en el parabrisas, y regresamos.
Cenamos pasta en un restaurante de la calle principal, y planeamos el dÃa siguiente. IrÃamos al glaciar Perito Moreno y a explorar el parque nacional donde se encontraba.
Por la mañana preparamos el lunch que llevarÃamos, desayunamos, yo comà además algo de nuestra comida para quedar satisfecho, y partimos.
Antes de llegar a la masa de hielo, la carretera bordea cerros desde donde se ve un lago acerado y frÃo en medio de colinas grises. Después de pagar el boleto, más o menos veinticinco dólares, subimos por una colina y frente a ella el glaciar aparece.
Se siente el frÃo de estar dentro de un refrigerador y éste golpea el rostro con una violencia que obliga a protegerse.
Aunque cinco años atrás me habÃa admirado el glaciar Athabasca de Alberta, Canadá, su imagen reducida por el deshielo del cÃrculo ártico, es nada frente al Perito Moreno.
Hay tantas mentiras en las guÃas, y en la publicidad, que la incredulidad se ha vuelto parte de la cotidianidad de las personas. Las noticias falsas, medias verdades, confusas y sin posibilidades de comprobar que difunden los medios, nos convierten en escépticos; por ejemplo, leà una noticia en el periódico donde afirmaban los cientÃficos que mientras en el ártico los hielos disminuÃan, en el antártico sucedÃa lo contrario. Sin embargo, mi guÃa, su autor, dice que por el calentamiento global glaciares como el Perito Moreno están perdiendo masa, lo cual contradice lo anterior y lo que uno observa cuando está frente a él. El desplazamiento del glaciar está detenido por una saliente de la montaña que se le opone, y su volumen no rebasa una lÃnea sin que se desgaje cayendo toneladas de él al lago que lo anida. El sonido de la liberación de la energÃa al caer o fracturarse la mole es similar al del disparo de un cañón, o al de un fusil, dependiendo de la cantidad que se precipita.
Volteé a las colinas cubiertas de bosques que se alzaban a mis espaldas negando la conmoción que me provocó el encuentro con él. Miré el rostro de Theresita que lo admiraba sonriendo, y otra vez lo enfrenté entre el follaje de los árboles que se nos interponÃan. Bajamos por unas escaleras hasta un mirador abarrotado de turistas que le tomaban fotos y hacÃan comentarios. Después del pasmo inicial me invadió la euforia al presenciarlo.
Estar aquÃ, vale el viaje completo pensé, estaba convencido que la naturaleza no podrÃa ofrecerme otro espectáculo semejante. Eso mismo habÃa pensado cuando cruzamos los Andes por la Aconcagua, y más adelante en un amanecer durante la travesÃa por fiordos e islas chilenas.
Sentà que el glaciar, libre en su ámbito, me miraba, mientras que yo podÃa estar en su mundo únicamente prisionero en una vitrina, en un escaparate; no era yo quien lo observaba sino el observado en mi nicho de seguridad. Esa posibilidad me hizo entender que ninguna lente podrÃa captar aquello porque en su presencia, uno es poseÃdo por lo majestuoso y esa particularidad que solamente tiene la grandeza es una cualidad que no puede plasmarse, solo puede asombrarnos al testificarla frente a personas, cosas, y fenómenos que la provocan. Su presencia es un callejón sin salida para la percepción, el fin del camino, es una de las aporias que ofrece lo existente.
No sé cuánto tiempo permanecimos arrobados por la presencia del glaciar, durante el cual Theresita hizo una buena cantidad de tomas. Esa helada grandiosidad la habÃa visto solamente en el documental de Herbert Ponting sobre su viaje a la Antártida en la expedición de Scott para llegar al Polo Sur. Una zorra que caminaba bajo nuestra pasarela me distrajo. Sentà hambre, y fuimos a una cafeterÃa colina arriba a comer el lunch. Estuvimos sin hablar, nos alimentamos, y coincidimos que el dinero gastado hasta ese momento valÃa el espectáculo.
Seguimos por un camino asfaltado que serpenteaba por la ladera buscando algo interesante, después regresamos al lago que vimos antes de arribar al glaciar.
Caminamos hacia la rivera, una costa pedregosa y cubierta de musgo donde las botas se hundÃan. Me detuve a ver las piedras, cantos rodados de rÃo que tenÃan impreso el dibujo de una rama que se fosilizó en ellos como diminutos corales pintados con tinta negra indeleble. CubrÃan una zona extensa. Buscaba entre ellos dos para llevarnos, uno para Theresita, donde el dibujo estuviera bien definido, y fueran además estéticos. Theresita con sus cámaras y tripié en mano hacia tomas a unos árboles secos que surgÃan de entre el agua del lago, y que habÃan crecido en la orilla. Eran una contradicción, estaban sedientos de vida en medio de una cantidad infinita de lÃquidos que los hubieran nutrido. Me subà a uno derribado a observarla en su trabajo. El lago era un espejo de acero, quieto, similar en su silencio a la nieve después de cubrir la superficie de la tierra. A lo largo de su costa, se levantaban cerros como cúmulos plomizos y estériles.
Después de ayudar a Theresita a quitarse los cardos y cardillos de la ropa caminamos al auto; seguimos, y adelante nos detuvimos otra vez y repetimos la operación anterior.
No habÃa luz suficiente para seguir haciendo tomas cuando regresábamos al Calafate.