Un dÃa un rÃo A quince años de la muerte de Jaime Reyes (D.F., 1947-1999)
En Un dÃa un rÃo Jaime Reyes urde y teje su poemario desde la penumbra, bajo la escalera de una vecindad, en un cuarto donde la soledad se puede romper con sólo recibir una llamada, en calles donde la basura quedó atrapada entre la lluvia y el pavimento o bajo las ruedas de un auto. En este espacio donde le es tan difÃcil proyectar la ira, hacer la sÃntesis de lo que sus sentidos perciben de una realidad apabullante por la rapidez y fuerza con la que se presenta, por lo tortuoso, por ser la ciudad de México con sus vapores sifilÃticos, su inhumanidad, la vileza con la que se hacen trizas las ilusiones y los sueños de miles que chocan contra el acero de otras necesidades espurias que imponen el odio, la rabia, la impotencia, una enfermedad que provoca que nos refugiemos bajo unas sábanas sucias o en un auto leproso o en la familia que se diluye y que nos hace preguntar si verdaderamente la necesitamos, si no ¿por qué entonces tanto vano afán que en un susurro desesperado hace al poeta, deseando renacer, volver a vivir?, aunque sabe que nos es posible porque una vez que las aguas corren hacia el mar no hay regreso, el rÃo se ha salido de madre, además, y lo arrasa todo. En una orilla, la voz, da la espalda al torrente para situarse entre los pequeños, los insignificantes y habla con ellos y consigo con ternura,
Hormiga: Deseo que la tomes en calma.
Estoy sitiado aún por el rÃo como el mar
embravecido en que vamos y que busco
en la ciudad; la gabarra
enmohecida, sabrás hormiga porque
la orilla del restaurante éste es
igual que aquella, tarde y noche
de ni ahora ni nunca: un sueño pues.
Como es imposible ahà ocultar
estas cosas y las otras, cicatrices
de humeante borboteo rojo
de mis hijos, araña,
esta carta te pido y pago
por no verme conmigo: renacer quiero.
Duele la vida, sabernos un bien mostrenco que nadie reclama y que desde nuestro, breve e iluminado pedazo de calle, allà donde estamos depositados, para mal o para poder hablar con las paredes y los bichos que transitan y que nos reconocen, apenas nada, un instante dura la mirada que nos dispensan y damos, nuevamente reconociéndonos huérfanos, poetas con un mendrugo que ofrecer, el rincón de un cuarto donde no suena el teléfono, vacÃo de amigos y una mesa donde:
Quedaron algunos papeles, prueba que son
de que a éste lo consumió la aurora.
Puede que no recuerde,
pero que nadie se nombre a engaño
cuando lo vean pasar escaleras abajo
pidiendo su perdición.
Madre no tiene.
Es un ilustre muerto su padre desconocido.
Cuando llegue la luz,
dorada niña de mujer morena y trigo
cayendo en sus matorrales; y barra con su hogaza de cuerpo
este cuarto de pobres; y traiga las preguntas
en que nos volvemos respuesta.
Porque esta ciudad entre otras cientos de miles de cosas es también una cinta donde envés y revés son la misma cosa y es que al vernos en el rostro de una mujer nos descubrimos pobres, tan humildes de ser nosotros mismos, pobres de ese bien tan necesario y es que el hogar lo consume todo, y una mujer ya no es una mujer, la pared, los cuadros nunca derechos, una servilleta con un tenedor puesto en ella y un limón abandonado:
Por la taza que limpia
das a tus hijos
y bebes tú misma
por las ventanas ciegas
tus vestidos frÃos y polvosos
por el baño de la casa
en que te desnudas.
Somos tanta ruina todos que al elegir la calle por guarida al compartirla involuntarios con la fuerza y los colores de las mercaderÃas, el sol termina por marchitarlo todo. Es el optimismo tan escaso, tan poca cosa, ha dejado sucias las aceras porque lo nacional, lo popular, el folklore no da para más, no somos otra cosa, bÃpedo implume con los bolsillos rotos y los puños apretados y con eso resistimos hasta dar en el suelo, desangrados, convertidos en multitud, en historia que se repite y todos los años recordamos:
Buscando un sol
informe y pesaroso
carnada de dÃas feroces
--perfil de calle a la sombra—
mi trayecto y mi oficina
informe y pesaroso
membrillo soy
esta ala escondida de oreja hoja, de hoja oreja
un gato
de pez entre mi boca.
Un dÃa un rÃo de Jaime Reyes es un relámpago perfectamente trazado que ramifica sus lÃneas y nos alcanza a todos en el horizonte oscuro de nuestra gran capital iluminándola.
Jaime Reyes murió en 1999. Apenas si lo conocà 20 años atrás, unos cuantos minutos que me concedió elusivo, desconfiado e irónico dentro de una chamarra de cuero, delgado, salido de un cuadro de Saturnino Herrán. HabÃa publicado ya Isla de raÃz amarga... Lo vi en las inmediaciones de la Casa del Lago, se dirÃa asà mismo y lo verÃan los demás un paseante por Chapultepec con un libro y un cuaderno fuertemente asidos por su mano que se llevó al pecho cuando volteó de perfil hacÃa mi para auscultarme y después con la otra mano tocar su bigote, mirar al piso y decir las pocas palabras que me dirigió. Moreno, aceituno, siguió dubitativo después que nos despedimos. Arma y escudo, el cuaderno y el libro asociados a su imagen en el recuerdo, entre la penumbra de los árboles ese medio dÃa, alrededor de paseantes y al fondo los remeros en sus lanchas por el pequeño lago es lo que conservo de lo que era él en esos dÃas. No se puede morir siendo tan joven, menos un poeta como Jaime Reyes. Quienes lo admiramos, estamos seguros que él y su obra vivirán muchos años de larga vida.
Nota: Un dÃa un rÃo es el libro de poesÃa póstumo de Jaime Reyes, fue editado en 1999 por Editorial ALDUS. Tiene 100 páginas distribuidas en siete partes, un prólogo magnÃfico de Carlos Monsiváis y un epÃlogo excelente de Adolfo Castañón. El diseño del libro es bello como su contenido.